Como preámbulo de Semana Santa, doy inicio a mi ritual casero de epopeyas bíblicas con el visionado de David y Betsabé, una película en la que Henry King sigue al pie de la letra el manual del cine péplum en Technicolor que era habitual a comienzos de los años 50, cuando el género estaba en pleno apogeo entre los estudios de Hollywood con producciones a gran escala y las estrellas del momento. Tuvo su estreno apenas dos años después de que Sansón y Dalila (DeMille, 1949.) se convirtiera en un éxito de taquilla para la Paramount, en los tiempos en que la Twentieth Century-Fox a cargo de Darryl F. Zanuck intentaba capitalizar el mercado adaptando otro pasaje del Antiguo Testamento. Me atrevo a decir que alcanza un punto sólido por el lado visual que evoca el período en Technicolor, pero, desafortunadamente, es un melodrama bíblico que se vuelve tan aburrido como el sermón de un pastor en la misa de los domingos. En la trama, Peck interpreta a David, el segundo rey de Israel, en los instantes en que regresa a Jerusalén después de la victoria militar sobre el ejército de los filisteos y se enamora profundamente de una mujer llamada Betsabé, la bella esposa de uno de sus soldados más leales, Urías. En una primera mitad, narra de forma facilona el romance a escondidas entre el rey elegido y la mujer adúltera, mientras el esposo es abandonado secretamente por sus tropas en el frente y muere (siguiendo el estratagema de David que surge en parte porque teme que se descubra el episodio de adulterio y su amada Betsabé termine siendo apedreada por la multitud a las órdenes del marido que cumple la ley). En la segunda, se cuenta las desgracias del protagonista iniciadas por la tragedia matrimonial, la crisis de liderazgo marcada por los israelitas descontentos, la enorme culpa por la infidelidad que amenaza con destruir la moralidad de un pueblo. Pero en ninguna de las dos mitades encuentro algo que me emocione porque, entre otras cosas, todo el mecanismo de acción se reduce a conversaciones íntimas a puerta cerrada en las que, por lo regular, no sucede nada sustancioso o algún impulso dramático que traslade a los personajes lejos de ese patetismo del guión de Philip Dunne que, religiosamente, está desprovisto de batallas épicas para ampliar los diálogos al servicio de una teatralidad casi shakesperiana. Gregory Peck me resulta convincente como el monarca infiel que recuerda los días de gloria y heroísmo mientras busca expiar sus pecados. Él tiene buena simbiosis al lado de una Susan Hayward blanda que interpreta a una esposa trofeo que solo funciona como adorno con su belleza exótica. King los encuadra en una puesta en escena en la que aprovecha con solvencia el vestuario y los decorados ampulosos que reproducen el panorama de la época con una seña fabulesca en Technicolor, con un trabajo fotográfico de envergadura de Leon Shamroy y un partitura de Alfred Newman que seduce mis oídos con una composición de oboes, flautas y vibráfonos. A pesar de los tropezones narrativos, su asunto se levanta un poco en el tramo final, en el que David ora arrepentido frente al arca de la Alianza, mientras recuerda cómo mató a Goliat de una pedrada en el nombre de Dios.
Ficha técnica
Título original: David and Bathsheba
Año: 1951
Duración: 1 hr 56 min País: Estados Unidos Director: Henry King
Guion: Philip Dunne
Música: Alfred Newman Fotografía: Leon Shamroy Reparto: Gregory Peck, Susan Hayward, Raymond Massey, Kieron Moore, Calificación: 5/10
Crítica breve de la película 'David y Betsabé', dirigida por Henry King y protagonizada por Gregory Peck y Susan Hayward.
Luego de tener unos años sin revisar la filmografía de Robert Bresson regreso a ella con el visionado de Los ángeles del pecado, la única que estrenó durante la ocupación alemana de Francia. No supone para mí algo fuera de serie o que especialmente me traslade al paroxismo, pero es una ópera prima que anuncia con sutileza ciertas cualidades de la estética bressoniana para interrogar la emancipación y el sufrimiento femenino, con solventes actuaciones de un reparto de actrices profesionales que, desafortunadamente, no alcanzan todavía el estatus de "modelos" que busca el director. El argumento trata sobre una mujer llamada Anne-Marie, una joven de procedencia burguesa que, buscando escapar del pasado de un matrimonio infeliz (señalado con el plano de la quema del retrato y los objetos personales), decide hacerse monja al unirse a un monasterio de abadesas dominicas que suele rehabilitar a las prisioneras de la cárcel como tarea de labor social; pero cuyo destino cambia drásticamente al conocer a Thérèse, una mujer encarcelada que se niega a recibir cualquier ayuda porque dice ser inocente del crimen por el que fue condenada. A través del vínculo de las dos mujeres, Bresson ilustra un texto sobre la opresión social entendido como la imposibilidad de la mujer de independizarse del amplio aparato de maltrato al que se ve sometida en una sociedad patriarcal que la obliga a refugiarse en un círculo de sororidad y de creencias religiosas; donde la fe garantiza, al menos, una esperanza necesaria para hallar la felicidad y la seguridad espiritual. Esto es especialmente cierto porque las dos mujeres, en espectros diametrales de las clases sociales, soslayan la desdicha implantada por los hombres que llegaron a su vida por diversas circunstancias. Por una parte, Anne-Marie es una mujer que se convierte en monja para hallar un refugio que le permita olvidar los ultrajes y la infelicidad matrimonial que la destruyó moralmente desde su vida acomodada en la alta esfera de la burguesía parisina. Por la otra, Thérèse es una mujer que es encarcelada injustamente (por intentar asesinar a un hombre que abusó de ella) y que, entre otras cosas, sale de la prisión con el fin de comprar una pistola que, a última hora, la obligue a asesinar la silueta del criminal (el crimen de la venganza sobre el responsable de su encarcelamiento es su redención), acto que la convierte en una fugitiva de la ley que se esconde en el recinto de las monjas para evadir a la policía del castigo. Se trata, por lo tanto, de mujeres que se arrepienten de los pecados y ven en la fe religiosa el único lugar para apaciguar el dolor provocado por las heridas del pasado. Hay una buena actuación de Renée Faure cuando emplea su registro expresivo para comunicar con su rostro el lado tierno y sincero de una novicia ingenua que descubre en el convento la fuerza de voluntad necesaria para rehabilitarse por los tropezones conyugales, pero, además, la oposición de las hermanas prejuiciosas que, en nombre del señor, se niegan a reformar a la fugitiva manipuladora. También la secundaria de Jany Holt como la neófita cruel que es buscada por la justicia. Lejos las situaciones melodramáticas más obvias que irónicamente representan la antítesis del ascetismo bressoniano, Bresson edifica las acciones de esos personajes en una puesta en escena que subraya sus inquietudes estéticas tempranas a través de dispositivos formales como la elipsis, el fuera de campo, el plano simbólico y el encuadre móvil, con un uso atípico de la música extradiegética que busca elevar el patetismo inmediato, en el que, a final de la escapada, la mujer permanece esposada sin posibilidad alguna de fugarse del desconsuelo. Es, quizá, su película más sencilla.
Ficha técnica
Título original: Angels of Sin (Les anges du péché)
Año: 1943
Duración: 1 hr 26 min País: Francia Director: Robert Bresson
Guion: Robert Bresson, Jean Giraudoux, Raymond Leopold Bruckberger
Crítica breve de la película 'Los ángeles del pecado', dirigida por Robert Bresson y protagonizada por Renée Faure y Jany Holt.
Después de haber pasado un largo periodo sin revisar la filmografía de Víctor Fleming (siendo Tierra de pasión la última que recuerdo haber visto) regreso a esta con el visionado de Piloto de pruebas, una película que sirve como vehículo para reunir a tres de las estrellas de Hollywood más rentables de la época de los años 30: Clark Gable, Myrna Loy y Spencer Tracy. Por fuentes fidedignas también me entero de que estuvo nominada a Mejor Película en los Oscars, aunque no entiendo para qué. Como drama romántico tiene unas cuantas secuencias aéreas logradas con pulso, pero tengo la sensación de que Fleming no le inyecta el combustible necesario para que la aventura despegue por lo alto, quedando muchas veces en un círculo de escenas triviales en la que se habla más de lo necesario y la química del reparto se desploma del cielo sin paracaídas. El argumento se sitúa en un campo de entrenamiento de la Fuerza Aérea y sigue a un piloto imprudente llamado Jim Lane, el cual se ve obligado a aterrizar en una granja de Kansas luego de que su avión tuviera una falla mecánica en pleno vuelo, donde en tan solo un día termina enamorándose de una bella mujer llamada Ann y, entre otras cosas, relega las tareas de reparación de la aeronave a su mejor amigo y mecánico, Gunner. El arranque me resulta atrapante cuando el piloto experto se queda con la chica y provoca los celos del amigo que también se enamora de ella. Pero no pasa ni media hora cuando me veo asaltado por un aburrimiento que se prolonga, ante todo, por una narrativa baladí que mantiene a los personajes sujetos a una burbuja de situaciones redundantes en las que, por lo regular, reducen todo su aparato de acción a escenas a puerta cerrada sobre coqueteos, fidelidad, triángulos amorosos y prácticas aéreas que no van a ninguna parte y no suponen nada revelador más allá de las descripciones más superfluas que responden al héroe ordinario que se repone de los tropezones que da la vida (el alcoholismo, la infidelidad, el desempleo) para salvar el matrimonio con su esposa y la amistad con su colega. De alguna manera, solo me cautivan las secuencias aéreas de los aviones de prueba que realizan carreras acrobáticas y viajan por las nubes en contra de los vientos huracanados del peligro, montadas con ritmo y pulsaciones que me aceleran los latidos por minuto cuando menos lo espero. Los personajes de Loy y de Tracy me parecen unidimensionales y los olvido rápido. La música de Franz Waxman tampoco toca mi sentido del oído con sus melodías patrióticas. Solo Gable logra captar mi atención cuando interpreta a ese piloto enamoradizo, prepotente y terco que busca alcanzar la altitud de la responsabilidad, aunque en su camino todo suceda de forma facilona, en una actuación que proyecta su carisma y algunas señas dramáticas que son inesperadas (sobre todo en la trágica escena del clímax en la que se accidenta el bombardero). Lo demás no me provoca ninguna emoción significativa.
Ficha técnica
Título original: Test Pilot
Año: 1938
Duración: 1 hr 59 min País: Estados Unidos Director: Victor Fleming
Guion: Vincent Lawrence, Waldemar Young, John Lee Mahin
Música: Franz Waxman Fotografía: Ray June Reparto: Clark Gable, Myrna Loy, Spencer Tracy, Lionel Barrymore, Louis Jean Heydt, Calificación: 5/10
Crítica breve de la película 'Piloto de pruebas', dirigida por Victor Fleming y protagonizada por Clark Gable y Myrna Loy.
En este remake, el director sudafricano Oliver Hermanus pasa la prueba con una nota alta y escapa airosamente de profanar el clásico Ikiru, de Akira Kurosawa.
A través de los años he visto un puñado de películas que olvido con mucha facilidad y otras que, de alguna manera, cambian mi manera de ver las cosas alrededor. Ikiru, conocida con el título en español de Vivir, es una de esas que incluyo en este último grupo. La vi por primera vez hace más de una década y todavía, a día de hoy, sus imágenes permanecen vivas sobre mi memoria cada vez que rememoro a Takashi Shimura llorando solo en el columpio de un parque mientras cae la nieve en la noche más oscura. Lejos de la melancolía y del poder emocional que pudo evocar sobre mí, también me invitaba a razonar seriamente con su reflexión sobre la desilusión del burócrata esclavizado en la oficina, la desintegración de los vínculos familiares en la sociedad japonesa posguerra y los instantes valiosos de la vida que se desvanecen en el tiempo cuando uno menos se lo espera; de un hombre que se enfrenta a su mortalidad. No solo se trata de una de las obras cumbre de la filmografía de Akira Kurosawa, sino de un clásico del que nunca pensé que alguien tendría la osadía de realizar un remake. El reto, al parecer, lo ha asumido el director británico Oliver Hermanus.
De alguna manera, Hermanus consigue que el material de esta película, titulada simplemente Vivir, tenga un impulso dramático considerable que, por momentos, se acerca con fidelidad al nivel de lirismo y profundidad de la original, sin abandonar nunca el horizonte de su homenaje gracias a la estructura instalada en el núcleo del guion por la pluma del novelista y premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro; cuyos orígenes no solo provienen de la versión de Kurosawa, sino, además, de la novela "La muerte de Iván Ilich", de León Tolstoi. En pocas palabras, es un remake con identidad propia que es bastante emotivo cuando interroga la felicidad perdida, el cansancio del hombre moderno y el valor de la vida como acto de trascendencia humana, que alcanza su mayor espacio de solvencia con una actuación formidable de Bill Nighy que, en unas cuantas escenas, me saca una lluvia de lágrimas cuando canta sentado en el columpio del parque.
En esta ocasión, la historia sitúa el radio de acción en Londres durante el período de reconstrucción en los años 50, en una jungla de asfalto poblada de bombín, paraguas y trajes de caballeros elegantes. El protagonista es Rodney Williams (Bill Nighy), un anciano reservado que ha estado durante años atado a la ética del deber como funcionario del gobierno, donde suele estar encerrado junto a los otros colaboradores trabajando cada día con expedientes de Obras Públicas en un gabinete adornado de montañas de papel que impide ver la luz del día. El catalizador comienza cuando el señor Williams visita el médico y recibe el terrible diagnóstico de que tiene cáncer terminal. La noticia coloca a Williams en lapso de pesadumbre que lo obliga a ocultar la enfermedad al hijo y a la nuera con los que no se lleva tan bien, optando en su lugar por retirar la mitad de sus ahorros para tomar la medida desesperada de ir a un pueblito costero a suicidarse con un cantidad limítrofe de somníferos. En la localidad, conoce a un escritor insomne en un restaurante y se ve incapaz de ejecutar la tarea del suicidio, saliendo de la oscuridad y prefiriendo reevaluar el poco tiempo que tiene disfrutando de los placeres terrenales, en un pequeño pub donde reemplaza simbólicamente su bombín tradicional por un sombrero trilby y canta la canción escocesa “The Rowan Tree” para recodar la infancia que se fue.
En términos estructurales, la narrativa ofrece pocos golpes de efecto más allá de mostrar el sufrimiento del señor Williams con cierta simplicidad lineal. Pero me resulta interesante porque a través de su dolor se examina la condición del hombre moderno entendida como la imposibilidad de hallar significado a una vida desperdiciada, entre otras cosas, por las responsabilidades impuestas por la esclavitud de cuello blanco, en una esfera burocrática que consume el tiempo valioso para ser feliz y transforma a los trabajadores adormecidos en piezas mecánicas de un engranaje; autómatas que no tienen ningún lugar a donde ir y están sometidos demoledoramente al rendimiento perpetuo de la administración a cambio de un salario que le garantice la subsistencia y una dignidad falsificada, siguiendo religiosamente los estatus del manual de los tiempos modernos que empieza con la rutina matutina del despertador. Esto es especialmente cierto en una primera parte cuando Williams es mostrado en la superficie como un hombre tranquilo, reservado, condenado a cumplir con su labor durante años sin preocuparse por su familia, mientras oculta el hecho de que está profundamente afligido por la esposa fallecida y por el hijo que perdió durante la guerra, pero también atrapado por la negación de manifestar el remordimiento que siente por la incomunicación que fracturó el lazo que tiene con su único hijo. Para él, el único camino para remediar los fracasos es el de redescubrirse a sí mismo por medio de un legado que sirva para redimirse a última hora.
En una segunda mitad, la evolución de Williams adquiere una metamorfosis significativa en la que, poco a poco, pierde la negatividad provocada por el miedo a la muerte y se aproxima a un proceso de regeneración inducido por la necesidad de trascender a través de un episodio de solidaridad. Esto es evidente, primero, cuando se relaciona brevemente con la joven señorita Harris (Aimee Lou Wood), una antigua compañera de trabajo a la que invita a salir a restaurantes para recuperar esa alegría añejada de los días en que solía admirar la belleza de las mujeres jóvenes y motivarla a que siga su vida con una sonrisa que la lleve a encontrar el amor con otra persona; pero cuyo vínculo se debilita por los prejuicios de los entrometidos del vecindario. También cuando intenta contarle a su hijo sobre el padecimiento que lo está matando, a pesar de que restablece la relación de padre a hijo. Sin embargo, el protagonista recupera la voluntad antes de morir y domina la ansiada redención al descubrir que el verdadero propósito de la vida es vivirla haciendo un gesto de bondad que trascienda para las futuras generaciones, dedicando el poco tiempo que le queda en convencer a los burócratas mezquinos para destinar fondos públicos para reconstruir el parque infantil de su infancia (destruido por las secuelas de la guerra) que se ha atascado con el papeleo. En un punto de giro, Williams muere al finalizar la reparación. Pero la acción, mostrada a través de múltiples escenas retrospectivas desde la óptica de los amigos que conversan en el vagón del tren tras la escena del funeral de este, no solo refleja que el compromiso de un burócrata radica en servir al pueblo en las buenas y en las malas, sino, también, la manera en que uno trasciende al dejar como testamento una obra que haga del mundo un lugar mejor. El parque simboliza la posibilidad de recobrar aquella prosperidad que se dilapida por la existencia rutinaria del empleo.
La recuperación moral del protagonista tiene una apariencia que se puede confundir en un principio con una manta artificial, pero siempre eleva el espesor dramático con una interpretación de Bill Nighy que, si no me equivoco, es más brillante ha entregado de todo currículo como actor. Su registro expresivo me cautiva en todas las escenas en que captura la soledad, el pesimismo, la cortesía, la introversión, la honradez, la terquedad, la culpa, la impotencia de la vejez, de un caballero refinado y comedido que trata de escapar de la práctica anodina e involuntaria de despertarse todas las mañanas para acudir al empleo que le robó el júbilo en los años de su juventud; como si fuera un individuo que ya no tiene nada que perder y destina sus últimas horas a orientar a sus camaradas para que no cometan el mismo error antes de que el reloj se detenga. Su desasosiego se vuelve tridimensional con la voz, la mirada y el lenguaje corporal; llegando a un nivel máximo de emotividad en la escena climática del columpio del parque en la que se mese como un niño mientras canta y reflexiona sin arrepentimientos sobre lo que ha logrado durante su vida terrenal. Y desarrolla una química gratificante al lado de Aimee Lou Wood, quien a modo discreto se convierte en una especie de apoyo que pone a Williams a mirarse en el espejo de la autoaceptación y del respeto mutuo.
Hermanus encuadra todo lo que veo en una puesta en escena que goza de algunos mecanismos estéticos que añaden varias capas de dimensión dramática al calvario intrínseco que experimenta el viejo convertido en héroe póstumo. Por el lado visual, se sirve de una auténtica reproducción de la época en la que se destacan los decorados y el diseño de vestuario magnífico de Sandy Powell, pero, también de un espléndido trabajo fotográfico de Jamie Ramsay para ilustrar con una atmósfera luminosa las idiosincrasias culturales británicas a través de las calles habitadas por caballeros en saco y sombreros, los vagones de los trenes, los autobuses rojos, los distritos con luces de neón, los espacios asfixiantes de las oficinas; en donde los planos ambiguos funcionan frecuentemente a través del sobreencuadre para amplificar la psicología y los estados de ánimo de Williams (en muchas escenas es encuadrado casi fuera del campo para comunicar la lejanía y la inminente partida hacia el más allá). Por la parte sonora, posee diálogos de carácter poético y una banda sonora de Emilie Levienaise-Farrouch que conquista mi sentido del oído con una partitura de piano y violín, cuyo grado prominente de sensibilidad se halla presente en las escenas más tristes.
La película me ha devuelto la esperanza por ese tipo de drama lacrimógeno de la vieja escuela, en el que el destino de un solo personaje es más que suficiente para tocarme el corazón y apelar a mis sensibilidades. Aquí el asunto me resulta infinitamente conmovedor por la forma en que se cuestiona la moralidad de un ciudadano ilustre después de la hora más gloriosa Gran Bretaña que renuncia a sus ilusiones burocratizadas para sembrar, como herencia, las raíces de un árbol de empatía que sea los suficientemente grande como para cubrir con las sombras a los desafortunados que necesitan refugio de libertad. Ese es, por así decirlo, lo que metaforiza el serbal de las letras de la canción (The Rowan Tree) que Nighy en la escena final: la protección, la vitalidad y el coraje necesario para no caer en ese abismo ilusorio que oscurece el senblante de conexión con la familia y el resto de la sociedad. Y pocas cosas se salen de su ritmo establecido. Me parece una de las mejores de la cosecha de 2022, un remake de grosor existencial que pasa la prueba y crece como una planta bajo el sol.
Ficha técnica
Título original: Living
Año: 2022
Duración: 1 hr 42 min País: Reino Unido Director: Oliver Hermanus
Guion: Kazuo Ishiguro,
Música: Emilie Levienaise-Farrouch Fotografía: Jamie Ramsay Reparto: Bill Nighy, Aimee Lou Wood, Tom Burke, Alex Sharp, Adrian Rawlins Calificación: 8/10
Crítica de la película 'Vivir', dirigida por Oliver Hermanus y protagonizada por Bill Nighy y Aimee Lou Wood.
En El triángulo de la tristeza, el director sueco Ruben Östlund esboza con tono satírico algunas de las inquietudes que los filósofos de la posmodernidad intentan descifrar sobre una sociedad sumergida en el narcisismo y los placeres materiales de la esfera de los influencers. Comparte ciertas similitudes con El cuadrado. El arranque de su propuesta me llama la atención por la manera estilizada en que instala sus fichas sobre la mesa, pero más allá de la estilización cosmética, me temo que su sátira se hunde en un cóctel de personajes estereotipados y sin gracia que solo funcionan en la superficie para construir un texto social demasiado básico sobre la condición humana y la divergencia de clases implantada por la verticalidad del capitalismo, en donde las ironías al servicio de los dilemas morales se subordinan con mucha facilidad a los clichés manoseados y al exceso de metraje que pesa como el ancla de un yate. Tras una secuencia que ilustra como prólogo la cosificación y la mercantilización de los cuerpos en el sector de la moda, la narrativa se estructura por capítulos y examina la vida de una pareja joven de influencers en tres partes. Uno es Carl, un modelo narcisista y egoísta que suele asistir a castings de modelos masculinos. La otra es Yaya, una influencer de moda que viste con la marca de la egolatría del “me gusta” y del prestigio que supone ser una esposa trofeo. En una primera parte, la pareja discute en el interior de un restaurante sobre el dinero y los roles de género que encabezan las tendencias de las redes sociales. En la segunda, se muestra a Carl y a Yaya en un crucero de lujo en el que viven posando para los selfies de Instagram y disfrutan las vacaciones entre cenas y fiestas junto a un selecto grupo variopinto de burgueses y los miembros del personal que satisfacen los caprichos y las necesidades absurdas de todos los invitados. En la tercera, marcada por una tormenta que simboliza la hecatombe y por el ataque de unos piratas que vuelca el barco, los personajes se convierten en sobrevivientes en una isla remota y aprenden a convivir por la fuerza como una comunidad que trabaja para el beneficio colectivo, con las típicas pugnas de poder iniciada por los pobres que se adueñan del comercio y desean acceder al ascensor de los privilegios. Nada de lo que se narra en los tres episodios de cinismo logra cautivarme porque, ante todo, Östlund solo utiliza a los personajes como marionetas acartonadas, sin ningún tipo de espesor psicológico, con el único fin de rellenar el camarote de las descripciones y colocar metáforas demasiado obvias sobre las contradicciones del capitalismo neoliberal entendido como un sistema socioeconómico que transforma al ser humano en un simple producto de consumo, además de la amplia desigualdad de manual que existe entre ricos y pobres. En pocas palabras, el capitalismo es visto aquí como el anuncio escatológico que amenaza con trasladar al hombre hacia el terreno de la autodestrucción y la barbarie comunitaria. Lejos de la forma en que usa el principio de no duplicidad de carácter simbólico, no hay ningún impulso detrás de la rutina de situaciones absurdas en las que el humor negro se vuelve blanco y las acciones de los burros con caras aburguesadas me parece que se rellenan en la narrativa como botellas de plástico desechable sobre el mar. Solo me causa una impresión significativa la belleza del cuidado compositivo con el que Östlund encuadra en ciertas escenas la triangulación de la vacuidad. Todo lo otro luce calculado y redundante. Para mí es algo insólito que semejante disparate haya ganado la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes.
Ficha técnica
Título original: Triangle of Sadness
Año: 2022
Duración: 2 hr 27 min País: Suecia Director: Ruben Östlund
Guion: Ruben Östlund
Música: Fotografía: Fredrik Wenzel Reparto: Harris Dickinson, Charlbi Dean, Zlatko Buric, Dolly De Leon, Woody Harrelson, Calificación: 5/10
Crítica breve de la película 'El triángulo de la tristeza', dirigida por Ruben Östlund y protagonizada por Harris Dickinson y Charlbi Dean.
Mi necesidad de ponerme al día con algunas de las películas nominadas en la temporada de premios me ha obligado a ver Ellas hablan, el filme más reciente de Sarah Polley tras una ausencia de más de una década que, alguna manera, ha generado debate por los tópicos actuales que toca y que, por lo visto, desde su estreno ha cosechado una lluvia de aplausos en todos los festivales en los que se proyecta. La algarabía la comprendo porque la crítica de hoy se suele sorprender por poca cosa, pero es una película que no me produce ni frío ni calor. Lejos de su estilo visual de acabado grisáceo, es una propuesta baladí que pierde el efecto dramático al plantear interrogantes sobre el acoso, la fe y la emancipación femenina desde una superficie higienizada que, en ocasiones, se reduce a diálogos a puertas cerradas y a la rutina maniquea de las lecciones morales. El argumento se sitúa en el año 2010 y sigue a un grupo de mujeres que reside en una pequeña colonia menonita que está aislada del mundo para disfrutar de los beneficios del siglo XIX, donde aprovechan la ausencia de sus esposos para reunirse en el desván de la granja y narrar las experiencias que han tenido como víctimas de unos hombres misóginos y machistas que en el nombre del señor han utilizado una cantidad considerable de drogas para someterlas y violarlas antes de ser encarcelados. El asunto, en un principio, logra llamarme la atención por la manera en que cada de una de estas mujeres no solo revela la necesidad de escapar del maltrato, sino, además, algunas verdades sobre el acoso sexual, la violencia doméstica, el rol de la mujer, la pérdida de la fe, la opresión patriarcal, injusticia social, los deberes maternales, la descomposición familiar, la igualdad social. El texto en cuestión, edificado por las inquietudes personales que Polley imprime en su guion para trasladarlo a la cultura actual del Me Too, examina la condición de la mujer entendida como la búsqueda de libertad de unas mujeres psicológicamente afectadas que asumen la fuerza de voluntad necesaria para huir de la esclavitud establecida por el dominio de un patriarcado que aplasta su sensibilidad y los derechos robados por el trato desmoralizador que reciben como óbice de unos conservadores ortodoxos que emplean el abuso físico como castigo religioso. Pero el problema fundamental, supongo, es que todo lo que narra carece de profundidad cuando esboza su comentario sobre la independencia al servicio del feminismo militante, dejando todo en un horizonte superfluo en el que todo está demasiado limpio y se señala con cierto maniqueísmo la inmoralidad de los hombres más obvia; además de que posee una clara falta de impulso dramático laminada por unos personajes femeninos que siempre permanecen sentados a ritmo letárgico en la silla de las descripciones mecánicas donde predominan los gestos y las miradas que solo subrayan una condescendencia que no me alcanza el tejido emocional. Las actuaciones del amplio reparto de actrices son, cuanto mucho, decentes y las olvido tan pronto como inician los créditos. Solo me causa una impresión la puesta en escena que desarrolla la acción casi siempre en una sola locación, así como el trabajo visual que evoca un paisaje campestre oscuro que es coherente con la atmósfera de tristeza y desasosiego.
Ficha técnica
Título original: Women Talking
Año: 2022
Duración: 1 hr 44 min País: Estados Unidos Director: Sarah Polley
Crítica breve de la película 'Ellas hablan', dirigida por Sarah Polley y protagonizada por Rooney Mara y Claire Foy.
El visionado de El olor de la papaya verde no supone para mí algo fuera de serie o que me traslade hasta el paroxismo; pero reconozco de inmediato que es una sólida ópera prima de Tran Anh Hung, que alcanza su punto notable de sobriedad al examinar, con una estética cuidada, las tradiciones familiares y la condición de la mujer en la sociedad vietnamita de herencia patriarcal. Constituye la primera en la denominada "Trilogía de Vietnam", precediendo a Ciclo (1995) y En pleno verano (2000). Todas comparten similitudes temáticas. En esta ocasión, el argumento se sitúa en Saigón en 1951 y sigue la vida de Mùi, una joven que se convierte en sirvienta de una familia rica que se desmorona económicamente por una crisis conyugal iniciada, entre otras cosas, por el fallecimiento de la hija pequeña y, también, por las infidelidades del marido que suele abandonar la responsabilidades paternas de educar a los tres hijos para gastar el dinero en las salas de apuestas. A través de la mirada de la niña en una primera parte Tran, apoyado de una narración elíptica en la que escasean los diálogos, registra la cotidianidad de la familia y las costumbres de la cultura vietnamita entre los interiores herméticos de la casa y los espacios exteriores de un patio adornado de una flora de poética naturalista; donde habitualmente los esposos discuten sus problemas a puerta cerrada lejos de sus hijos y, por el otro lado, la niña curiosa y reservada realiza sus quehaceres al lado de la abuela enviudada y de la madre que la trata como si fuera la hija que perdió; mientras comienza a descubrir la pérdida de la inocencia impulsada por el despertar sexual temprano y sufre, además, el acoso constante del niño travieso. En la superficie no sucede nada sustancioso por la carencia de golpes de efecto que mantiene la narrativa suspendida en escenas de carácter contemplativo; pero en el lado opuesto de sus imágenes Tran esboza con lupa un texto que interroga el rol tradicional de la mujer entendido como la fortaleza y la tolerancia de mujeres que cargan con los sacrificios maternos en una sociedad en la que predomina el patriarcado que emplea el maltrato doméstico como objeto de dominación. La lectura adquiere otra dimensión en la segunda mitad cuando la protagonista, siendo una adulta diez años después en el contexto de la guerra, persigue la emancipación a través de una ruptura de roles establecidos, en la que abandona la sumisión del tradicionalismo oriental para alcanzar la madurez por medio del embarazo que refleja la fertilidad y el comienzo de una vida digna más occidentalizada (simbolizada por las semillas de la papaya). La actuación central de Tran Nu Yên-Khê me resulta creíble cuando evoca su gestualidad para comunicar las sensibilidades de una mujer que oculta sus heridas intrínsecas por medio del silencio. Tran la encuadra en una puesta en escena en la que abundan los travellings laterales, la iluminación artificial, el sobreencuadre y la utilidad consistente que le da al sonido y a la música diegética para ilustrar lo que se gesta fuera de campo; además de un uso casi omnipresente del color (verde) para describir la psicología de ciertas acciones de los personajes. No sé si se trata de su mejor obra, pero es, desde luego, un drama estimable y conmovedor del cineasta vietnamita.
Ficha técnica
Título original: The Scent of Green Papaya (Mùi du du xanh)
Año: 1993
Duración: 1 hr 44 min País: Vietnam Director: Tran Anh Hung
Guion: Tran Anh Hung
Música: Tôn Thât Thiêt Fotografía: Benoît Delhomme Reparto: Lu Man San, Tran Nu Yên-Khê, Thi Loc Truong, Calificación: 7/10
Crítica breve de la película 'El olor de la papaya verde', dirigida por Tran Anh Hung y protagonizada por Lu Man San y Tran Nu Yên-Khê.
Tras tener unos cuantos años sin ver cine de Charles Vidor (siendo Gilda la última que recuerdo haber visto) me asomo una vez más a su filmografía con el visionado de Los desesperados, un western que en su tiempo se convirtió en la primera producción de la Columbia Pictures estrenada en Technicolor. Pero de alguna manera permanezco impávido ante sus imágenes del oeste. Más allá de la reproducción adecuada de la época, es un western en Technicolor bastante aburrido que está, casi siempre, poblado de vaqueros anodinos que solo se mantienen en la superficie caminando y hablando sandeces en un pueblo corrompido. Su argumento se sitúa en 1863 en un pequeño poblado de Utah llamado Red Valley, donde el sheriff Steve Upton anda detrás del rastro de unos forajidos que robaron a tiro limpio el banco con ayuda de un banquero corrupto y un ranchero, mientras paralelamente su antiguo compañero, Cheyenne Rogers, regresa al condado para olvidar el pasado oscuro de pistolero y seducir a la chica de la que se enamora en el establo. A pesar de un inicio algo interesante que me atrapa por esa manera de retratar la cotidianidad del viejo oeste norteamericano con los estereotipos habituales (el vaquero sinuoso, el alguacil correcto, el cantinero tonto, la cabaretera, la damisela, los bandidos, etc.), en un momento determinado caigo prisionero de una abulia que se amplifica, ante todo, por una serie de situaciones que debilitan la narrativa a través de unas acciones redundantes de los personajes y de una falta de cohesión interna que produce una barahúnda, en donde por lo regular todo el aparato de acción se reduce a conversaciones banales en las calles o en los establos, escenas con un humor slapstick fuera de tono que me resulta molesto, subtramas sueltas que no encajan por ningún lado y le restan peso a la autoridad moral del protagonista, tiroteos sin ningún tipo de impulso entre los buenos y los malos, persecuciones a caballo por las praderas que surgen de la nada para cerrar conflictos innecesarios. En un punto el desorden narrativo me obliga a cuestionar la identidad de un protagonista que parece estar perdido entre unos ladrones acartonados y un alguacilillo rival que anda mayormente despistado, dando la impresión de que carece de profundidad más allá de las descripciones superfluas que lo colocan en el puesto del pistolero ágil y reservado que rehúye del pasado nefasto para buscar el interés romántico que lo tranquilice en la burbuja matrimonial. El papel protagónico de Glenn Ford, en su etapa de mozalbete, simplemente luce demasiado blandengue como el cowboy y tiene escasa química con Claire Trevor (de ninguna forma acabo de creerme su romance). Lo mismo sucede con Randolph Scott y el resto de los secundarios cuyos nombres no consigo recordar tras los créditos. Lo único que me produce algún efecto son las panorámicas que capturan la belleza de los campos atiborrados de ganado, polvo y vaqueradas con un enriquecido proceso de color; así como los decorados que trascriben con fidelidad los pueblitos del período. Es un western sin ritmo, previsible y, sobre todo, tan vacío como un revólver sin balas.
Ficha técnica
Título original: The Desperadoes
Año: 1943
Duración: 1 hr 27 min País: Estados Unidos Director: Charles Vidor
Guion: Robert Carson
Música: John Leipold Fotografía: George Meehan Reparto: Randolph Scott, Glenn Ford, Claire Trevor, Evelyn Keyes, Calificación: 5/10
Crítica breve de la película 'Los desesperados', dirigida por Charles Vidor y protagonizada por Randolph Scott y Glenn Ford.
Mi inclinación por descubrir la popular serie de películas sobre el detective más icónico de la novela policial de Arthur Conan Doyle me ha llevado hasta Las aventuras de Sherlock Holmes, una cinta que dirige Alfred L. Werker a las órdenes de la 20th Century Fox y que constituye la segunda de las catorces películas de Sherlock Holmes producidas entre 1939 y 1946 que tienen como protagonistas a Basil Rathbone y Nigel Bruce. Pero no consigo el efecto deseado y permanezco cerca de hora y media en un completo estado de abulia. Lejos de los valores estéticos que evocan la época victoriana con atmósferas brumosas y cierta autenticidad, su misterio policíaco se mantiene atado a situaciones aburridas que no suponen ninguna revelación o intriga sustancial cuando Rathbone usa la lupa para resolver el crimen de una manera demasiado fácil. En esta ocasión la trama se ambienta en 1894 y narra la investigación de Sherlock Holmes y su amigo, el Dr. Watson, en los momentos en que siguen las pistas dejada por su archienemigo, el profesor Moriarty, quien tras ser absuelto de un cargo de asesinato por falta de pruebas se dispone a robar las joyas de la corona británica. En general se desarrolla sin mucho apuro con los mecanismos habituales del cine policial de corte detectivesco, donde el protagonista examina las evidencias y emplea sus dotes de deducción para calcular los pasos del villano, mientras también resuelve una subtrama de asesinato que involucra a una damisela en peligro; pero cuyo núcleo de efectismo gira en torno a la lucha deductiva entre Sherlock y Moriarty que, entre otras cosas, inicia cuando el profesor reta a un duelo al detective para ver si este es capaz de descubrir su plan criminal de robo. El asunto tiene un arranque que en un principio me atrapa, ante todo, por esas atmósferas londinenses que ilustran a plenitud el lado oscuro de una ciudad sumergida en las brumas, alcanzando un grado notable de solidez en el diseño de vestuario y en los decorados que reproducen el período con el sello característico de una producción de Zanuck. Pero durante una parte cuantiosa del metraje me invade la sensación de que todo lo que veo es, en pocas palabras, aburrido cuando el detective resuelve los problemas sin muchas dificultades, en unas escenas predecibles en las que se disuelve cualquier rastro de impulso entre los asesinatos, las engañifas y las conversaciones apresuradas a puerta cerrada de las que Welker no se preocupa por añadirle un poco de ritmo. Hay desde luego una química palpable entre Rathbone y Bruce, que funciona como un alivio cómico que, desafortunadamente, no llega hasta mis días. Solo la presencia secundaria de Ida Lupina logra levantar una de mis cejas cuando se pone en la piel de una dama vulnerable con un pasado trágico; aunque su efigie, de enorme potencial dramático, se ve desperdiciada por ese afán del director de colgarla en un rol de interés amoroso. Todo lo otro no me causa ni frío ni calor.
Ficha técnica
Título original: The Adventures of Sherlock Holmes
Año: 1939
Duración: 1 hr 21 min País: Estados Unidos Director: Alfred L. Werker
Guion: William A. Drake, Edwin Blum
Música: Robert Russell Bennett, David Buttolph, Cyril J. Mockridge, David Raksin, Walter Scharf Fotografía: Leon Shamroy Reparto: Basil Rathbone, Nigel Bruce, Ida Lupino, George Zucco, Calificación: 5/10
Crítica breve de la película 'Las aventuras de Sherlock Holmes', dirigida por Alfred L. Werker y protagonizada por Basil Rathbone y Nigel Bruce.
Retorno al abismo es una película de Curtis Bernhardt que sigue esa tendencia de la época de thrillers de misterio en el que uno de los protagonistas padece algún trastorno psicológico que provoca una espiral de asesinato, como sucede por ejemplo en Cuéntame tu vida (Hitchcock, 1945). Según me cuentan, durante la etapa de preproducción a Humphrey Bogart no le gustó el guion y rechazó el papel a comienzos de 1943, pero tras unas cuantas discusiones en la mesa de negociación del estudio aceptó la oferta de Jack Warner, luego de que este último amenazara con reemplazarlo por otro actor y paralizar la producción de una película de Curtiz que sí quería protagonizar. Aquí el arranque de intriga se sostiene más o menos con una siniestra actuación de Bogart, pero en general sus cualidades hitchcocknianas no son suficientes para elevar un material de cine negro que se vuelve aburrido y predecible. En la trama, Bogart interpreta a Richard Mason, un hombre de negocios bastante poderoso que, en apariencia, vive felizmente casado con su esposa Kathryn, pero cuya estabilidad matrimonial comienza a manifestar las debilidades en el quinto aniversario de bodas, a partir de una escena en la que es acusado por su esposa de haberse enamorado de la hermana menor de esta que ocasionalmente los visita. En el preámbulo, la crisis conyugal es mostrada por Bernhardt con cierto nivel de tensión a través de una secuencia que saca a la luz el lado perverso del esposo tras un accidente automovilístico que lo deja cojo de una pierna y con un estado psicológico alterado; en la que Richard planifica metódicamente el asesinato de su esposa mientras se queda en la casa y, aprovechando la ausencia de todos, toma la medida desesperada de perseguirla en su coche por una carretera en la noche más oscura, aprovechando el desvío que esta toma en el trayecto de la montaña para asesinarla y lanzar el auto por el precipicio para ocultar los rastros. Sin embargo, el aparato de acción se traslada a un terreno muy convencional cuando registra al pie de la letra algunos de los elementos de la fórmula del cine negro, y sospecho que hay una escasez de golpes de efecto que impulsen algún sentido de sorpresa, colocando todo en la inercia de las situaciones rebuscadas y en las conversaciones inanes a puerta cerrada en la que el homicida esconde sus intenciones al fingir que investiga la desaparición de la esposa frente al psiquiatra y el cuerpo policial. El ritmo letárgico, en el que las escenas se encadenan con cierta flojera, solo consigue ampliar el efecto de aburrimiento. Noto cierta dejadez en el reparto secundario, además de una química escasa entre Bogart y las actrices secundarias cuyos nombres no consigo recordar. Solo Bogart, como siempre, me parece bastante creíble al asumir la personalidad de ese hombre manipulador, sinuoso y retorcido que se halla atrapado en una encrucijada moral provocada por los celos, la obsesión y las presiones maritales. Bernhardt, por momentos, ilustra su silueta en una puesta en escena poblada de atmósferas elegantes y paisajes oscuros en los que, por lo regular, los personajes son golpeados por una iluminación expresiva que revela intenciones. Eso, desafortunadamente, es lo único que consigue atraparme de esta película menor de cine negro.
Ficha técnica
Título original: Conflict
Año: 1945
Duración: 1 hr 26 min País: Estados Unidos Director: Curtis Bernhardt
Guion: Arthur T. Horman, Dwight Taylor
Música: Friedrich Hollaender Fotografía: Merrit B. Gerstad Reparto: Humphrey Bogart, Alexis Smith, Sydney Greenstreet, Calificación: 5/10
Crítica breve de la película 'Retorno al abismo', dirigida por Curtis Bernhardt y protagonizada por Humphrey Bogart y Alexis Smith.
En su nueva cinta, Martin McDonagh regresa a la tragicomedia absurda y violenta para representar las divisiones históricas de Irlanda a través de la enemistad de dos hombres peculiares.
Con el paso de los años, Martin McDonagh se ha unido a ese grupo de directores que han logrado la transición satisfactoria del teatro al cine sin perder nunca los horizontes estéticos. Sus películas retienen esas raíces arrancadas del teatro del absurdo y del teatro de la crueldad que adquiere su grado de solidez en los diálogos dotados de ironía y de humor negro, donde los personajes que muestra se someten a un lento proceso de desvelamiento existencial y quedan subordinados a situaciones absurdas de puro patetismo en la que las escenas violentas dominan la acción cerca del epílogo. Es bastante evidente en su ópera prima, en la que narra las peripecias de dos asesinos a sueldo estacionados en un pueblito para exiliarse de matones. También en Siete psicópatas, en la que describe el bloqueo creativo de un guionista involucrado con excéntricos, mafiosos y un perro secuestrado. Y, sobre todo, en Tres anuncios por un crimen, donde presenta la historia de una mujer de 50 años que toma la justicia en sus manos para enfrentar la ineptitud policial y vengar la muerte de su hija. Hasta el día de hoy, esas tres primeras obras suyas me parecen estupendas.
Los espíritus de la isla es el experimento más reciente de McDonagh y, por lo visto, ha cosechado una lluvia de elogios en los distintos festivales en los que se ha exhibido. De nuevo, rescata ese estilo tragicómico en el que los personajes se mantienen sujetos a la soledad, los traumas personales y las amistades rotas en un pequeño pueblo, como pasa en En Brujas, pero me temo que en esta ocasión el asunto me produce el mismo efecto letárgico que la misa de los domingos por la mañana. Tiene unas actuaciones notables del elenco que ofrecen, de manera soterrada, lecturas sobre la absurdidad que fracciona los vínculos de una nación, pero muchas veces su tragicomedia se vuelve aburrida y pierde el pozo dramático deseado al mantenerse sometida a la rutina de las caminatas campestres y las borracheras del bar de la esquina. Los dos personajes principales, interpretados por Colin Farrell y Brendan Gleeson, simplemente no me conmueven como para satisfacer mis sensibilidades más inmediatas.
La trama se ambienta a finales de la Guerra Civil Irlandesa de 1923 en la costa oeste de Irlanda y cuenta un fragmento en la vida de dos amigos, Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson), en el instante en que uno de ellos pone fin a una amistad de varios años en un pueblo situado en la isla ficticia de Inisherin. Uno es un hombre inseguro, fracasado, atormentado por la incertidumbre de no ir a ninguna parte mientras aconseja al joven Dominic (Barry Keoghan) que tiene problemas y es atendido por los cuidados de su hermana Siobhán (Kerry Condon), que lo ha protegido como si fuera su madre en una casita humilde. El otro es un hombre duro, sinuoso, reservado, que reside al lado de su perro en una casa aislada en la montaña en la que suele sentarse como un ermitaño en la mecedora y en los ratos libres toca el violín en el pub del pueblo al que asisten todos los moradores. El problema comienza cuando Colm, abruptamente, rompe el lazo amistoso que tiene con Pádraic por razones desconocidas; mientras que, por el otro lado, Pádraic se niega a aceptar la ruptura y se esfuerza en reconstruir la relación, a pesar de que Colm se rehúsa a volver a ser su amigo.
Estos personajes son mostrados por McDonagh como personas desesperanzadas, inermes, atrapadas por un pasado lóbrego del que no pueden escapar y desprovistas de cualquier rastro de felicidad por la falta de oportunidades que lacera su dignidad. Para empezar, Colm es un individuo arisco con alma de filósofo que decide permanecer en un estado de ascetismo voluntario para mitigar los errores que cometió antes en el pueblo por la impulsividad (es posible que en sus años de borrachera fuera un hombre irascible y violento que llegó a matar), justificando su camino de redención con su visita recurrente al confesionario del sacerdote en la iglesia y, además, con el refugio que le proporciona la música folclórica que manosea con su violín para curar las miserias intrínsecas; el rechazo a restablecer el nudo con su mejor amigo es un síntoma de su determinación para no repetir los mismas deslices de los tiempos que pasaron (solo anhela componer música para ser recordado por el resto de sus días). Pádraic es, en cambio, el auténtico perdedor del pueblo que, como muchos otros en su misma condición de conformista inmaduro y timorato, se ha quedado estancado en la inercia de la dependencia que le imposibilita abandonar el cuidado de la hermana que lo entiende como figura maternofilial, afectado a perpetuidad por la angustia causada por el amigo que lo ignora, a pesar de que es apreciado por los lugareños del barrio. Dominic es un muchacho gandul y retraído que se la pasa divagando por las praderas de la villa con la finalidad de olvidar las cicatrices provocadas por el padre que abusa físicamente de él cuando se quita el uniforme de policía, mientras recibe los consejos del desesperado Pádraic, que no tarda en hacer público en el pueblo los maltratos que le propician. Y Siobhán es una mujer tranquila que, debajo de la apariencia gentil y honesta, esconde el trauma de no haberse casado nunca por esa necesidad de asumir el puesto matriarcal de la casa, una especie de desasosiego causado por la soltería y los momentos desperdiciados de la juventud que se fue. Todos son seres solitarios que de alguna manera se lamentan por no haber vivido como deseaban.
Hay cierta coherencia textual en lo que veo, pero por alguna razón que desconozco las acciones de estos personajes, sacados del guion de McDonagh, no evocan sobre mí ninguna reacción emocional y me resultan, en la mayoría de las escenas, un poco esquemáticos cuando caen en la redundancia de esos episodios cotidianos en los que se la pasan dando vueltas entre las discusiones superfluas sobre la enemistad repentina, las noches de etílico en la taberna, las costumbres de los compueblanos, las premoniciones de la vieja bruja, los paseos a pie por los caminos rocosos, los sonidos de la vecina guerra civil, los viajes en carreta, las confesiones en la capilla, el ocio de la burra, las sesiones gratuitas de violín, las tardes de reflexión frente al mar. No sucede nada relevante hasta que uno de ellos se corta los dedos no solo para reflejar la impertinencia del antiguo amigo, sino, además, para simbolizar el acto de penitencia por las víctimas de la guerra civil irlandesa que se gesta fuera de campo. A modo de representación, la pelea entre los dos amigos, así como las desdichas pasadas, oculta subterráneamente una guerra paralela que funciona para esclarecer sobre la superficie un texto que recupera la memoria histórica de una nación políticamente dividida por una conflagración territorial, poniendo de manifiesto la naturaleza absurda detrás de una guerra que solo deja heridas imborrables y una violencia que destruye las almas de todos los involucrados hasta dejarlas perdidas en el mar de las penas.
En general, el reparto posee un desempeño actoral que es consistente describiendo las penurias internas de los personajes, aunque sospecho unos adquieren una mayor notabilidad que otros cuando exteriorizan el registro gestual y expresivo. Entre esos destaco, ante todo, la interpretación secundaria de Condon como la mujer jamona que se lamenta por haber sacrificado sus años posteriores a la nubilidad para criar al hermano inepto en ausencia de sus padres fallecidos por el conflicto bélico, ofreciendo instantes que capturan de forma auténtica sobre su rostro el desconsuelo que teme mostrar a la gente del pueblo por vergüenza. También la de Keoghan como el chico que sufre en silencio de todos los abusos que ha aguantado de su padre para no suicidarse en el lago a destiempo. Ellos elevan el material por encima de mis expectativas, hasta el punto de obligarme a pensar que las subtramas que ocupan son más emotivas que la de los centrales protagónicos que interpreta la dupla de Farrell y Gleeson (parecen versiones alternativas de los personajes que interpretaron en En Brujas).
Mi paciencia alcanza, por lo menos, para apreciar algunos de los valores estilísticos de la puesta en escena de McDonagh que sirven para señalar la crisis personal de los personajes a través de mecanismos como el sobreencuadre, la música diegética, el uso psicológico del color y las panorámicas que ilustran los bellos paisajes bucólicos de la zona rural. Sin embargo, nada de eso me resulta suficiente para evitar que su comedia negra con vena absurda se ahogue en falencias narrativas que debilitan el argumento con el muestrario de conductas erráticas y tremendistas que solo buscan desesperadamente instalar, por la vía más fácil, una alegoría sobre la beligerancia entre la parte norte y sur de la isla de Irlanda. Tengo la sensación de que hay cosas que se repiten inútilmente porque todo se reduce a un aparato de melancolía y conversaciones interminables, de campesinos arruinados moralmente por una depresión sociopolítica. No veo la supuesta complejidad del barullo ni me conmuevo por la incomunicación que afecta a los amigos con mucha gratuidad en esa isla hermética en la que el viento sopla para apagar el fuego intenso de las diferencias irreconciliables.
Ficha técnica Título original: The Banshees of Inisherin Año: 2022 Duración: 1 hr 52 min País: Reino Unido Director: Martin McDonagh Guión: Martin McDonagh Música: Carter Burwell Fotografía: Ben Davis Reparto: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Condon, Barry Keoghan Calificación: 5/10